¿Por qué la Iglesia? (cuarta entrega)

Empiezo esta cuarta entrega sobre el libro de Joas con la sensación de que han quedado muchas cosas en el tintero. Por otro lado, es inevitable reiterar ciertos conceptos o posturas del autor.

Uno de los capítulos más interesante de ¿Por qué la Iglesia? lleva por título también una pregunta: “¿Necesita el ser humano religión?”. En las notas anteriores ya adelanté parte de la respuesta de nuestro autor: sí, el hombre necesita religión, el ser humano es esencialmente religioso. Ahora bien, ¿qué significa exactamente eso?

Por lo pronto, está claro que aquí no se puede ser tajante. Hay algunos hombres que no son religiosos y que parecen no necesitar religión. De hecho, Joas tiene muy en cuenta a los ateos y a los agnósticos que tienen una gran sensibilidad para las cuestiones culturales y un profundo sentido de la humanidad (los tiefe Atheisten), al tiempo que reconoce que hay personas con una religiosidad muy superficial y provinciana (oberflächliche Gläubigen).

Por eso, creo que no podemos decir que ser humano necesita religión del mismo modo que necesita aire o agua para vivir.

La clave para responder adecuadamente la pregunta del capítulo que estamos analizando está en un concepto que no es de Joas, pero que él lo pone en el centro del debate: la autotrascendencia (en alemán, Selbsttranszendenz).

La autotrascendencia es uno de los rasgos definitorios del ser humano: es la necesidad inherente que tienen cada cual de ir más allá de su yo a fin de afirmarlo. Por paradójico que suene, el hombre solo se afirma si trasciende las estrechas fronteras de su ego. En otras palabras, cuanto más nos entregamos a un ideal comunitario, histórico, etc., tanto más nos afianzamos en tanto individuos. En palabras del autor, es:

“el ser arrancado de los límites del propio yo, el ser capturado por algo que está más allá de mi ser.”

Ahora bien, está claro que hay muchas maneras de buscar la autotrascendencia que no son necesariamente religiosas. El trabajo o la familia son formas de ir más allá de nosotros mismos y de sentirnos “tomados” por algo externo y mayor (obviamente, cuando tanto el primero como la segunda no son alienantes, lo que no es un supuesto menor).

A este punto, lo que dice Joas es que la religión es una forma especialmente relevante de buscar la trascendencia de uno mismo. ¿Por qué? Porque la religión consiste –y esto nos remite una vez más a la cuestión de la esencia de la religión– en tres esferas: la moral, la creencia y el ritual.

Moral: toda religión, incluso las más “tribales”, nos obligan a hacer algo bueno por el otro, a trascender los límites de nuestro yo egoísta, a ser altruistas.

Creencia: toda religión nos hace sentir parte de un plan cósmico que nos excede y, a la vez, nos abarca en el espacio y en el tiempo, nos lleva a percibirnos como “absolutamente dependientes” de una fuerza divina.

Ritual: toda religión nos exhorta a practicar una serie de ritos (la oración, la liturgia, la meditación, el ayuno, etc.) que física y psicológicamente nos sitúan en un estado de comunión con los otros o de éxtasis, en el sentido originario de la palabra, el ex-stasis, el “estar fuera de uno mismo”.

Acá aparece un aspecto importante en la discusión con el ateísmo o el agnosticismo que señalaba al comienzo. Lo digo porque un ateo o un agnóstico pueden adherir sinceramente a una moral universalista y no por motivos religiosos, sino por puro humanismo; igualmente, pueden haber reemplazado la visión del mundo religiosa por una visión del mundo filosófica o naturalista. Lo que en principio para Joas nadie puede abandonar es el ritual, por simple que este fuera.

¿Qué es un ritual? Hay acciones que son simples medios para un fin. Si tengo sed y voy a buscarme un vaso de agua, esa acción es llanamente instrumental: medio para un fin (apagar la sed). Pero hay otras acciones que no se hacen simplemente por un fin determinado y externo, sino porque son valiosas en sí mismas. Los rituales son maneras de relacionarnos con ámbitos que consideramos sagrados.

Para Joas, decir que hay hombres sin sentido de lo sagrado (o de lo sacro, lo santo, etc., como opuesto a lo profano, lo mundano, etc.) es más o menos como decir que hay seres humanos sin sentido del tiempo.

Cierro por hoy con esta observación: el gran desafío del antropólogo de la religión o del sociólogo de la religión es sacar a la luz los rituales que los ateos y los agnósticos tienen y que practican en función de sus concepciones (por lo general muy veladas) de lo sagrado.

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¿Por qué la Iglesia? (Tercera parte)

La última vez les decía que hoy íbamos a tener que detenernos un poco en la famosa “teoría de la secularización” (en alemán, Säkularisierungstheorie), porque ahí se encuentran aspectos sumamente importantes para entender la religión en general y las tres dimensiones concretas que distinguíamos.

Existen muchas formulaciones de la teoría de la secularización, pero el núcleo de todas ellas puede resumirse de este modo: cuanto más moderna y desarrollada es una sociedad, más seculares se vuelven sus miembros.

Desde ya les digo que Joas es un crítico implacable de esta teoría y uno de sus reparos señala lo que a los lectores atentos ya les habrá llamado la atención: la vaguedad de la tesis. (En las ciencias sociales hay teorías que se mantienen en pie durante décadas en buena medida debido a su vaguedad.)

Joas se pregunta tres cosas. Primero, ¿qué significa que una sociedad sea moderna y desarrollada? Segundo, ¿qué quiere decir que sus miembros van a ser seculares? Tercero, ¿cuál es el vínculo que existe (si es que existe uno) entre la modernización social y su secularización?

Soy consciente de que responder adecuadamente a estas preguntas puede llevarnos horas y horas de discusión. Por eso, voy a ir directamente a lo que dice Joas.

Respecto a la primera cuestión, nuestro autor nos sugiere entender por modernización solo dos aspectos: el grado de desarrollo económico de una sociedad y su nivel concomitante de desarrollo técnico-científico. Así, una sociedad será moderna si es una sociedad económica, tecnológica y científicamente desarrollada. De lo contrario, será una sociedad en vías de desarrollo o en proceso de modernizarse, pero no moderna.

En lo que hace a la segunda cuestión, las cosas no son mucho más sencillas. De hecho, Joas, un incansable estudioso de la cultura occidental, distingue nada menos que siete sentidos diferente del término secularización, algunos de los cuales son sumamente técnicos y no vienen al caso aquí.

Por lo pronto, a Joas le interesa discutir la asociación casi inconsciente que hacen los sociólogos entre la secularización y el desencantamiento (Entzauberung), término este último que viene de uno de los padres de la sociología, Max Weber.

Mientras que Weber toma más o menos acríticamente este concepto (desencantamiento), Joas distingue en él tres dimensiones: el proceso por el cual la magia tiene menos importancia en las sociedades modernas; el proceso por el cual la trascendencia es cada vez más irrelevante en el mundo moderno; finalmente, el proceso por el cual la sacralidad se retira más y más de nuestras existencias en tanto sujetos modernos.

Todo lo que se puede decir, concluye Joas, es que la modernización creciente de nuestras sociedades trae aparejados lo primero y lo segundo, pero no lo tercero, esto es, la pérdida de importancia de lo mágico y lo trascendente, pero no la de lo sagrado.

Por último, en lo que atañe a la tercera cuestión, el mecanismo parece ser ahora más claro: cuanto más se desarrolla económica, tecnológica y científicamente una sociedad, tanto menor será su inclinación al pensamiento mágico y a la creencia en la trascendencia.

(Tal vez un ejemplo rápido, tomado de mi cosecha, podría aclarar las cosas. En una sociedad muy poco desarrollada como la medieval, el bosque estaba lleno de brujas y de espíritus; en una sociedad como la nuestra, el bosque es solo una fuente de materias primas, como la madera: en él no hay brujas ni espíritus, solo recursos económicos que pueden ser explotados.)

¿Cuál es la conclusión a la que quiere llegar nuestro autor? La conclusión es que la mayor modernización de una sociedad no implica una menor religiosidad, sino tan solo una menor adhesión al pensamiento y a la práctica mágicos y un menor apego a la idea de transcendencia. De hecho, Joas insiste en que sociedades muy desarrolladas como los Estados Unidos o Corea del Sur son sociedades muy religiosas, en el sentido de que sus miembros pertenecen a organizaciones religiosas y participan de sus actividades. Es más, una sociedad como la china estaría viviendo, nos dice Joas, un increíble resurgimiento del confucianismo.

De tal suerte, la tesis de que la modernización implica lisa y llanamente el abandono de la religión es algo que se aplica, a lo sumo, a las sociedades europeas (en particular, a Alemania, la República Checa, los Países Bajos, etc.).

Desde el punto de vista antropológico, nos dice Joas, poco importa cuál es el contenido de la creencia: lo importante es que la gente tenga creencias.

Permítanmelo poner de una manera algo chabacana: mientras que todos tenemos nuestro corazoncito religioso, no todos creerán de la misma manera ni en la misma cosa. Los miembros de una sociedad premoderna creerán en espíritus y brujas, en tanto que los ciudadanos modernos podrán pasar de formas de creencias más tradicionales (el cristianismo) a otras más “alternativas” (la new age), pero el punto para Joas es que siempre creerán en algo, siempre percibirán algo como sagrado. Incluso cuando eso sagrado sea algo muy poco “convencional”, como la creencia fervorosa en la nación, en la revolución, en los derechos humanos, en el progreso, etc.

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¿Por qué la Iglesia? (Segunda parte)

En la entrada anterior les anunciaba que el próximo paso consistía en definir qué era la religión. ¡Vaya cuestión la que nos espera hoy! Por lo pronto, propongo distinguir tres ámbitos o esferas de lo que normalmente llamamos religión.

El sociólogo alemán Hans Joas

Por un lado, religión es todo conjunto de creencias, prácticas y preceptos determinados que se refieren a un modo de relacionarse con lo sagrado o lo sacro. Aquí podemos hablar de la religión en general o de las diversas religiones particulares, por ejemplo, el catolicismo, el protestantismo, el hinduismo, el islamismo, etc. En cada una de estas religiones encontramos tales o cuales creencias, se realizan tales o cuales ritos, etc.

Por otro lado, religión es una institución o un conjunto de instituciones sociales en las que se elaboran, se transmiten, se conservan y eventualmente se modifican esas creencias, prácticas y preceptos que mencionábamos. O sea, esas creencias, prácticas y preceptos no existen tan solo a nivel individual, en la interioridad del creyente, sino que hallan su articulación en instituciones precisas con actores sociales específicos: monjes, sacerdotes, etc. Por supuesto, la dimensión institucional puede asumir formas muy distintas entre sí. Mientras que la Iglesia católica es una institución organizada de un modo muy cohesionado y jerárquico, las iglesias ortodoxas y protestantes tienen formas de organización menos centralizadas o, si se quiere, más diversificadas según el territorio. Además, en otras religiones difícilmente podemos hablar de iglesias: el islamismo o el hinduismo no tienen organizaciones semejantes a las iglesias cristianas, aunque sí tienen sus instituciones específicas.

Finalmente, religión es la experiencia que tiene el ser humano de lo sagrado, experiencia que se expresa o se concretiza en creencias, prácticas y preceptos determinados. Así, cuando una persona nos dice que es religiosa, no solamente pensamos en que cree en tal o cual cosa, que pertenece a tal o cual iglesia (o confesión), sino que tiene con frecuencia experiencias de tipo religioso, experiencias que para él o ella son relevantes.

La distinción entre estas tres esferas no es ociosa, sino que va al centro de la cuestión que se plantea Joas, porque alguien nos puede aclarar que, como veníamos diciendo recién, “es una persona muy religiosa”, pero no pertenece ni quiere pertenecer a ninguna religión (a ninguna iglesia).

El punto acá es que las tres esferas son relativamente independientes entre sí, pero no pueden desvincularse del todo una de otras. Por ejemplo, cuando Lutero rompió con la Iglesia católica y propició el gran cisma que inaugura la Edad Moderna, lo hizo porque, en su opinión, el catolicismo había desvirtuado la vivencia religiosa. Así, su protesta dio lugar a una nueva religión, con creencias, prácticas y preceptos diferentes (al menos hasta cierto punto) de los católicos.

Todas estas disquisiciones nos llevan una vez más al título de la obra. Acá Joas no se pregunta si el hombre necesita religión en el tercer sentido que destacamos, porque su respuesta (que ya aparece en sus libros anteriores) es clara: sí, el hombre necesita religión, porque todo ser humano se relaciona con un ámbito que para él es sagrado, no importa si ese ámbito sagrado es el Dios trascendente de los católicos o las fuerzas inmanentes de los animistas.

La gran inquietud de Joas es definir en qué medida necesitamos religión en el segundo sentido señalado y, en cierta medida, en el primero. O sea: ¿no podemos vivir nuestra espiritualidad libremente, sin dogmas y sin iglesias?

Un primer intento de respuesta es el que ya mencioné arriba: como las tres esferas están interrelacionadas, no es posible vivir la religiosidad sin algún tipo de creencia, de práctica, de precepto y, finalmente, de forma institucional. Tarde o temprano, nuestra vivencia espiritual tiene que plasmarse de algún modo y canalizarse en algún tipo de institución, aunque sean nuevos, originales, rupturistas, sectarios, etc.

En la próxima entrada vamos a darle una vuelta de tuerca a estas cuestiones. En primer lugar, es conveniente ahondar un poco más en lo que entendemos por experiencia religiosa en tanto constante antropológica; en segundo, ¿cómo explicar la secularización? ¿No vivimos acaso un proceso social que podríamos llamar de modernización y que nos aleja de la religión o que incluso nos vuelve agnósticos?

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Por qué la Iglesia (primera parte)

En esta y las siguientes entradas quisiera discutir uno de los últimos libros del sociólogo alemán Hans Joas: Por qué la iglesia. El ideal cristiano y sus formas sociales (editorial Sal Terrae, 2023).

Aclaro desde el vamos que el título en alemán es mucho más inquietante. Traducido literalmente sería: ¿Por qué la Iglesia? Automejoramiento o comunidad de fe. (En el original: Warum Kirche? Selbstoptimierung oder Glaubensgemeinschaft.)

Seguramente, la versión del traductor es más bella que la traslación literal, pero no le es tan fiel. Veamos.

Por lo pronto, al título le faltan los signos de interrogación. Eso no es algo menor desde el momento en que el autor sostiene que no es una obviedad el que haya surgido la Iglesia hace casi dos mil años atrás ni que tampoco podemos dar alegremente por descontado el que siga existiendo en el presente y en el futuro próximo.

Desde un punto de vista teológico se podrán decir muchas cosas sobre la Iglesia, pero para el sociólogo la Iglesia es una institución social que tienen un origen, una estructura y una evolución determinados. Quizá podríamos sostener que incluso la Iglesia hubiese podido no surgir en absoluto, o hubiese podido surgir pero bajo otra forma, y, por cierto, que su desarrollo pudiese haber sido muy distinto al que nos presenta el historiador.

Pero la pregunta por el porqué alude a otra pregunta, a la pregunta por el para qué, y esto aparece en la disyuntiva que plantea el subtítulo.

Alguien –agnóstico o creyente– puede razonar de esta manera: no importa cómo haya surgido y evolucionado la Iglesia desde sus inicios hasta nuestros días, la pregunta acuciante es saber si necesitamos Iglesia (o iglesias, en plural).

Joas es plenamente consciente de ese desplazamiento posible del significado de la pregunta, y por eso dedica algunos de los ensayos contenidos en el libro a este punto.

En alemán, el subtítulo es una disyunción: o lo uno o lo otro. Adelanto desde ya que para Joas –intelectual profundamente católico– lo primero, el auto-mejoramiento, la Selbstoptimierung, no puede desempeñar un papel preponderante en la comprensión de la Iglesia. No es que no haya ventajas “utilitaristas” en ir a la Iglesia, en ser religioso y en el que haya Iglesia en la sociedad; el punto es que esos beneficios individuales y sociales no pueden dar cuenta del fenómeno que nos ocupa, la existencia y permanencia de la Iglesia.

Por ejemplo, alguien puede decirnos que va a misa porque eso lo hace sentirse mejor. Otra persona puede mencionar los estudios que muestran que los creyentes viven más años que los no creyentes. Finalmente, alguno sostendrá que una sociedad con Iglesia es más estable que una sociedad atea.

Las tres aseveraciones que mencioné son discutibles, pero incluso cuando se revelen verdaderas, las utilidades individuales y sociales no van a terminar explicando el fenómeno Iglesia.

Por tanto, para Joas el paso decisivo hacia la comprensión de la Iglesia está en el segundo término de la disyuntiva, el de ser una comunidad de creyentes (o comunidad basada en la fe, Glaubensgemeinschaft). Solo si adoptamos un punto de vista comunitario va a tener plenamente sentido hablar de Iglesia.

El otro aspecto que quisiera mencionar hoy, y que de algún modo se desprende del título mismo, es que la pregunta por la existencia de la Iglesia se plantea en una de sus fases históricas más álgidas. Claro que no tenemos que ser tan cortos de vista como para ignorar que la Iglesia pasó momentos sumamente críticos. De todos modos, en las últimas décadas las cosas no van tan bien para la Iglesia, y aquí quisiera destacar tres razones.

En primer lugar, porque la Iglesia parece estar desmoronándose sola, implosionando. Cada vez hay menos feligreses –y los pocos que quedan son cada vez menos devotos–, las nuevas vocaciones se cuentan con los dedos de las manos, los templos deben clausurarse por falta de uso, y un largo etcétera. La sociedad parece ya no necesitar más de la Iglesia.

En segundo lugar, porque la Iglesia ha perdido la centralidad que antaño tenía tanto dentro de los países occidentales como en el contexto internacional. Demás está aclarar que dentro de nuestras sociedades la Iglesia sigue desempañando un papel, pero un papel mucho menos importante que el que tuvo en los siglos pasados. Igualmente, la Iglesia tampoco tiene el protagonismo de antes en el concierto de las naciones. China, India y los países árabes tienen hoy un enorme poder económico y político, y ninguno de ellos son países cristianos.

En tercer lugar, porque la Iglesia ha perdido en buena parte lo que era su carta más alta, el prestigio moral. ¿Quién puede sentirse representado hoy por la Iglesia cuando salen constantemente a la luz escándalos de todo tipo, desde el abuso sexual a menores hasta la malversación de fondos? ¿Con qué cara puede mirar la Iglesia a los ojos de los restantes actores sociales cuando perdió lastimeramente lo más sólido que tenía (o que decía que tenía), su integridad moral?

En la próxima entrada, siguiendo el recorrido de Joas, dejaré la coyuntura actual de la Iglesia y abordaré la pregunta de por qué existe la Iglesia, lo que implica interrogarse también por qué los seres humanos son religiosos.

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Un paseo por el parque Gudí: árboles de Judas en flor, rosales y nísperos cargados de frutos.
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¿Qué es la autonomía?

Hoy quisiera referirme al tema de la autonomía, un tema central en bioética.

¿Qué es la autonomía?

Para responder a esta pregunta podemos adoptar dos enfoques, uno relativamente sencillo y otro bastante complejo. El primer enfoque es, como se verá, el que se emplea en casi todas las sociedades.

Según el primer enfoque, autonomía es la capacidad de un individuo de decidir libremente acerca de su destino. ¿Y cuándo una persona puede decidir libremente sobre su suerte? Cuando no tiene ningún impedimento cognitivo, psíquico o social. Esto es, cuando un individuo no es menor de edad y, por lo tanto, ha podido desarrollar sus capacidades cognitivas; cuando no posee un trastorno mental grave y continuo, y cuando no se ve presionado por terceros: entonces se supone que puede deliberar y elegir lo que quiere.

Como salta a la vista, el primer enfoque es negativo: no nos dice qué es la autonomía como tal, sino menciona una serie de dimensiones que deben estar ausentes para que se dé la decisión autónoma (minoría de edad, trastornos, etc.).

Esta aproximación a la autonomía recuerda un poco la definición negativa de la salud: “salud es la ausencia de enfermedad”. Acá, si se quiere, se dice que autonomía es la ausencia de factores que imposibilitan la libre toma de decisiones, como la inmadurez, la presencia de enfermedades mentales (demencia, esquizofrenia) o la coacción (como cuando se le hace firmar a alguien un contrato bajo la amenaza de una pistola).

El primer enfoque es bastante cómodo: así como suponemos que todos los hombres están naturalmente sanos mientras no tengan enfermedades, damos por descontado que todos los hombres son autónomos a menos que se vean imposibilitados para tomar decisiones.

El problema con la autonomía comienza cuando queremos dar una definición más amplia o sustanciosa. ¿Qué es ser autónomo?

Acá la comparación con la definición de salud vuelve a ser pertinente. Por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud popularizó la definición de salud como “el estado de completo bienestar físico, mental y social”, tal como se lee en el preámbulo de su constitución de 1946. Se trata, por cierto, de una definición defectuosa, pero ha sido un primer intento por decir algo positivo sobre la salud.

Que una persona no esté enferma no significa que rebose de salud; igualmente, que una persona no tenga ningún impedimento cognitivo, psíquico o social no significa que ejercite plenamente su autonomía. Hay personas que dejan que sus parejas decidan sobre su suerte en casi todos los aspectos decisivos de sus vidas.

Mucho se ha hablado últimamente acerca del empoderamiento de las personas como una manera de hacerles apreciar y, sobre todo, ejercitar su autonomía.

Por ejemplo, si alguien no cuenta con una adecuada formación intelectual, difícilmente va a poder elegir libremente. También es necesaria un adecuado entrenamiento emocional y conductual para poder ser libres: quien no sabe ser asertivo o no tiene confianza en sí mismo, no va a poder vivir autónomamente.

Está claro que el segundo enfoque es mucho más complejo que el primero y que lo dicho hasta ahora no es más que un intento por realizar un primer abordaje (“scratch the surface”) de una cuestión profunda.

Quisiera concluir comparando una vez más la autonomía con la salud. Así como no podemos vivir una vida perfectamente sana, tampoco podemos ser todo el tiempo acabadamente autónomos. La autonomía es, en este sentido, un ideal regulativo, un norte al cual orientar nuestros esfuerzos, aunque nunca podamos alcanzarlo del todo.

Por lo mismo, la autonomía –como la salud– tiene que ver con estilos de vida que la consoliden y la expandan. Si no hacemos ejercicio regularmente y no comemos adecuadamente, no vamos a rebosar de salud, aunque no tengamos enfermedades. Del mismo modo, si no ejercitamos diariamente nuestras capacidades deliberativas, no vamos a ser plenamente libres. La libertad es como un músculo: más fuerte está cuanto más se usa.

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La eutanasia en menores (segunda parte)

En la entrada anterior abogaba por la extensión de la eutanasia voluntaria a los adolescentes, esto es, a los menores maduros, siempre y cuando reúnan no solamente los requisitos que valen para los adultos normales, sino también den clara muestra de madurez.

Ahora bien, ¿cuál es mi posición respecto a la eutanasia en niños, esto es, en las “personitas” comprendidas entre los cinco y los doce años?

Aclaro que lo de “personita” lo digo por cariño, pero también por mi deseo de resaltar un punto nada menor. Si decimos, como hacen muchos, que, por ejemplo, un chico de ocho años “es toda una persona”, entonces es ocioso preguntarse si puede o no optar por la eutanasia. Sería absurdo hablar de persona y a su vez negarle a ese ser en cuestión la autonomía, la racionalidad y la responsabilidad, los tres requisitos de la personalidad. Un niño a esa edad es una persona en vías de formación, como una casa que ya tiene los cimientos, varias paredes y algún cuarto techado, pero que obviamente todavía no está lista para ser habitada.

Soy consciente, una vez más, de la arbitrariedad de las cifras. ¿Por qué me refiero ahora a los niños comprendidos entre los cinco y los doce años?, podría preguntarme alguien.

Ya dije que estoy de acuerdo en el corrimiento de la edad, siempre que encontremos motivos adecuados para ello. De todos modos, por el momento me baso en el esquema etario que normalmente se emplea en nuestras sociedades: la primera fase es la que va desde el nacimiento hasta los cuatro años completos; la segunda, desde los cinco hasta los doce, que equivale a la escolaridad primaria; y la última, de los doce hasta los 18, que abarca la formación secundaria.

El punto para mí es el siguiente. Un niño en edad escolar no puede decidir sobre su vida; es muy pequeño para elegir carrera o pareja. Tampoco puede elegir qué hacer con su existencia si está afectado por una la enfermedad incurable. De todos modos, ya no vivimos en rígidas sociedades jerárquicas basadas en el paternalismo, en la posición según la cual el padre (o los padres, y junto con ellos, los maestros, los sacerdotes, los médicos, etc.), deciden sin más sobre el destino de los niños. Me parece correcto, por lo tanto, hacer al niño partícipe de la decisión de los mayores, consultarlo, hacerlo intervenir en el diálogo y la deliberación (por supuesto, siempre que el niño quiera y tenga la madurez que normalmente puede esperarse de un niño de esa edad).

Respecto de esto último, una aclaración al margen. Las tragedias personales, familiares o sociales hacen que el niño muchas veces madure aceleradamente. No es raro oír a pediatras y psicólogos impresionados por la madurez que muestran esos niños malhadados. Por supuesto, esto no es una ley sociológica; de hecho, a veces puede darse el fenómeno contrario, que las desgracias impidan o retrasen el proceso de maduración de los niños.

Como sea, en los niños de edad escolar no puede hablarse de eutanasia voluntaria. Aquí no está dado el requisito de la voluntariedad (recordemos: que la persona jurídicamente capaz solicite clara y reiteradamente su deseo de poner fin a su vida con ayuda del médico). De todos modos, tampoco puede hablarse de eutanasia no voluntaria, como en el caso de un paciente en coma irreversible, en estado vegetativo permanente, o de fetos o neonatos. El niño, por inmaduro que sea, entiendo qué le pasa. Aquí habría que introducir una nueva expresión, como por ejemplo “eutanasia semi-voluntaria” o “eutanasia con el consentimiento final del menor”.

La situación que tengo en mente es más o menos esta: si los tutores del menor desean la eutanasia y el pediatra concuerda, el niño puede ratificar esa decisión. De todos modos, si el niño no quiere morir, posee una suerte de “poder de veto”: su no invalida la decisión que puedan haber tomado los mayores, incluso cuando estos lo hayan hecho unánimemente.

Quisiera concluir la entrada de hoy mencionando dos aspectos ineludibles al hablar de la muerte de los menores.

En primer lugar, nos cuesta mucho más aceptar la eutanasia en el caso de los niños no solamente porque aquí flaquea el requisito central de la voluntariedad, sino también porque sentimos que con un niño debemos intentar todo antes de dejarlo morir. Nos puede costar aceptar la muerte de un mayor, pero siempre nos consuela la idea de que ellos ya han vivido su vida; bien o mal, poco o mucho, pero han tenido la oportunidad. En cambio, un niño no. Es muy difícil aceptar que a veces lo mejor que le puede pasar a un niño es, uf, morir.

En segundo lugar, admito que las elucubraciones que presenté hasta ahora se basan en “el mejor de los casos pensables”, esto es, cuando el niño ha tenido padres amorosos que han dado todo por mantenerlo en vida y que han contado con los recursos para hacerlo. Dejo de lado los restantes casos, harto más difíciles, la de niños gravemente enfermos, con sufrimientos atroces, sin posibilidad de curación y, para colmo, sin padres, o sin padres amorosos y abnegados, sin acceso a la asistencia sanitaria, etc. ¿Qué decir cuando el menor, aparte de la desgracia de su enfermedad, ha sido abusado, abandonado, rechazado y un largo etcétera?

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La eutanasia en menores (primera parte)

¿Debería permitirse la práctica de la eutanasia en los menores (por supuesto, estoy hablando de menores gravemente enfermos, con dolores insoportables y sin perspectiva de curación)?

Para responder a esta pregunta, hay que hacer antes un par de aclaraciones.

La primera aclaración salta a la vista: ¿qué vamos a entender por menores?

En nuestros países se establece una fecha relativamente arbitraria para fijar el fin de la minoría de edad y el comienzo de la mayoría de edad: los 18 años. Pero ¿por qué no antes?

Toda determinación de una edad límite es arbitraria. De todos modos, en sociedades complejas como las nuestras no podemos atender a cada caso particular, de manera que no nos queda otra alternativa más que fijar una edad más o menos arbitraria, aclarando que eventualmente podrá cambiarse si se hallan razones para eso.

Por ejemplo, en muchos países se ha bajado la edad para conducir un auto o para votar de los 18 a los 16. Por lo tanto, algo similar podría pasar con la legislación eutanásica, esto es, que se baje la edad que, por lo general, se establece a los 18 (o sea, de 18 años en adelante, mientras la persona no pierda su capacidad jurídica debido a trastornos mentales de cualquier tipo).

Reformulemos, entonces, la cuestión inicial: ¿por qué no permitir la práctica de la eutanasia en los adolescentes, esto es, en los menores maduros, en todas aquellas personas comprendidas entre los 12 y los 18 años, siempre que muestren signos de madurez?

La respuesta, para mí, es que sí, que debemos permitirles el acceso a la eutanasia o al suicidio asistido a todas las personas mayores de 12 años, mientras den signos claros de madurez. Al fin y al cabo, les permitimos a los adolescentes que tomen decisiones muy importantes respecto al destino de sus vidas, como por ejemplo determinar la carrera a seguir, elegir amigos y pareja, tomar decisiones sobre su cuerpo, etc.

Atención, no estoy diciendo que haya que bajar el comienzo de la mayoría de edad a los 12 años. Soy plenamente consciente de que un adolescente está en un proceso de crecimiento y formación, tanto físico y emocional como mental, y eso hace que debamos darles un estatus particular, el de menores maduros o el de menores con limitadas capacidades de decisión. Por eso me parece bien que se prohíba la venta de alcohol, tabaco y estupefacientes a los adolescentes, que se limite el acceso a ciertas películas con escenas de violencia gratuita o de sexo explícito, etc.

De todos modos, así como les restringimos ciertas libertades a los menores maduros, les ampliamos ciertos derechos nada banales, como decía más arriba, por ejemplo, el de la elección de la carrera. No es que seamos incoherentes como sociedad al permitirles unas cosas y prohibirles otras a los adolescentes. Es la fase de formación y transición misma en que se hallan la que nos impide optar por un extremo jurídico o por el otro, esto es, permitirles todo lo que le permitimos normalmente a un adulto o prohibirles casi todas las libertades de elección, como si fuesen niños pequeños. No nos queda otra que movernos en esta incómoda zona gris.

En conclusión, digo sí a la eutanasia voluntaria en los menores maduros, mientras estos den justamente signos claros de madurez. Un adolescente tiene que disponer del derecho a decidir qué hacer con su vida en caso de encontrarse gravemente enfermo, con sufrimientos insoportables y sin perspectiva de sanación: elegir si quiere o no iniciar un nuevo tratamiento (fútil); elegir si interrumpir o no el tratamiento ya en curso y, finalmente, elegir si solicitar o no ayuda para ponerle de una buena vez fin a su condición.

En la próxima entrada voy a abordar la cuestión más espinosa aún de la eutanasia en niños pequeños y en edad escolar.

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«Mi cuerpo, mi elección»: diferencia entre el aborto y la eutanasia

El principio “mi cuerpo es mío, por tanto, puedo hacer con él lo que quiera” es, sin duda, uno de los pilares de lo que podríamos llamar el mundo occidental, moderno, plural. En principio, cada individuo tiene el derecho de hacer consigo mismo (con su cuerpo y con su mente) lo que desee.

Obviamente, esta libertad que tenemos para intervenir en nuestro cuerpo –en la constitución o en el desarrollo del cuerpo– no vale irrestrictamente. Por lo pronto, es una libertad que nos otorgamos nosotros a nosotros mismos en tanto individuos mayores y jurídicamente capaces.

Claro que aquí los límites son flexibles y mutan con la historia: hoy, por ejemplo, permitimos que los menores maduros, en especial, los adolescentes, tomen algunas decisiones importantes sobre sus cuerpos, y extendemos el mismo derecho a las personas con trastornos mentales leves. Son libertades que, hasta no hace mucho, les estaban negadas a estos dos grupos.

Notemos de paso que el principio que estamos analizando presupone una disposición generalizada a no dañar o mutilar grave y gratuitamente el propio cuerpo. Damos por supuesto que, por ejemplo, una persona sana no querrá amputarse las dos piernas por motivos baladíes, argumentando “es mi cuerpo y es mi elección”.

De todos modos, es parte de esta convención tácita de respetarnos mutuamente el aceptar cierto grado de autolesión. Por ejemplo, nadie podría impedir a un adulto fumar, no cuidar su dieta y ser sedentario, aun cuando estos tres hábitos dañinos lo conduzcan con el paso de los años a una enfermedad que termine por costarle las dos piernas.

Por lo tanto, el principio de la soberanía corporal –para ponerle algún nombre– presupone que cada uno decide o puede decidir en función de su propia concepción del bien o, mejor dicho, de su concepción de la buena vida, incluso cuando esa concepción sea poco razonable para el resto. Si alguien considera que la buena vida es, entre otras cosas, pasarse sentado horas en un sillón fumando y consumiendo productos grasos, allá él o ella.

Prohibir los estilos de vida poco saludables equivale a ejercer una suerte de paternalismo extremo e intolerable. Preferimos vivir en una sociedad libre, aunque no tan sana, a vivir en una dictadura de individuos lozanos: preferimos Atenas a Esparta.

El principio de la soberanía corporal es decisivo a la hora de justificar la práctica de la asistencia a la muerte voluntaria. Soy yo el que decide qué hacer con mi cuerpo, lo que por lo general significa: qué hacer con este cuerpo gravemente enfermo, incurable y doloroso. Soy yo el que decide finalizar de manera oportuna y controlada el inevitable proceso de corrupción corporal en que me hallo.

Ahora bien, ¿es comparable la libertad de terminar con mi vida (solicitando ayuda médica para morir) con la libertad que puede tener una persona gestante de interrumpir el embarazo? Creo que, en cierta medida, ambos tipos de libertades no son compatibles, por la simple razón que, en el primer caso, la consecuencia de la decisión recae enteramente sobre el solicitante, mientras que en el segundo recae no solamente sobre la gestante, sino sobre el embrión o el feto, que mueren debido al aborto.

Pongámoslo en estos términos: mientras que en la eutanasia o el suicidio asistido no hay ningún tercero afectado por la práctica, en el caso del aborto la acción recae en un organismo humano que se halla en las primeras fases de su desarrollo. Por lo tanto, la gestante no decide solo sobre su cuerpo y su futuro, sino también sobre el destino de un ser que se encuentra en los prolegómenos de la existencia.

Abortar es cancelar una existencia cuando esta está en sus primeros estadios, en la fase de formación de las condiciones básicas para, a partir de allí, empezar a vivir.

Al respecto, Peter Singer en su Ética práctica propone una comparación iluminante: la vida humana puede entenderse como un viaje, un viaje que inicia con el nacimiento y termina con la muerte. Si esa vida humana no debe darse, si ese viaje no debe tener lugar, lo mejor es que la cancelación ocurra antes de la partida, esto es, en la fase de los preparativos.

Si una mujer que ha quedado embarazada sin buscarlo no quiere traer un hijo al mundo (digamos, porque ya tiene otros hijos que cuidar o porque no desea ser madre antes de avanzar con su desempeño profesional), mejor es interrumpir la gestación cuanto antes, en el momento en que en su vientre se están “haciendo las valijas” para un viaje que no será. Mejor no embarcarse si no están dadas las condiciones básicas.

En conclusión, el aborto no puede justificarse únicamente sobre la base del principio de la soberanía corporal de la mujer, por el simple hecho de que la decisión recae no solamente sobre la interesada misma, sino sobre el organismo que lleva en su vientre. Se trata de la decisión por afirmar un viaje ya emprendido (el de la mujer adulta), cancelando otro viaje cuando está en su primera etapa de preparativos.

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